Historia

Al pie de la suave sierra del Castillo blanquea el modesto caserío de La Granjuela, que con Valsequillo, Los Blázquez, Esparragosa y Los Prados formó parte del municipio de Cinco Aldeas, hasta su emancipación como villa en 1842. Es un pueblo instalado en la discreción de su aislamiento geográfico, lo que le proporciona una envidiable tranquilidad que el viajero de la capital percibe nada más llegar.

El espacio con más encanto de La Granjuela es su plaza mayor, dedicada a María Amaro, un luminoso y ajardinado rectángulo dominado por la iglesia parroquial de Nuestra Señora del Valle, patrona de la villa. Sorprende que un pueblo tan pequeño –sus habitantes rondan el medio millar– tenga una iglesia tan hermosa, que fue “construida por la Dirección General de Regiones Devastadas en el año de 1950”, como reza una lápida al pie de la torre. El mismo organismo llevó también a cabo en la oscura posguerra la construcción de cuarenta viviendas, restañando así las graves heridas causadas por la contienda bélica. La huella de aquella arquitectura blanca, tan similar a la de los poblados de colonización, aún es perceptible en algunas de sus calles, pese a las reformas sufridas a lo largo de los años.

Si el viajero toma asiento en uno de los bancos de hierro fundido que flanquean la acogedora plaza, bajo la grata sombra de los álamos blancos, las melias y los falsos pimenteros, sentirá tal bienestar que no sabrá cuando levantarse. Lo primero que llama su atención es la torre del templo, que surge a la izquierda de la fachada;se trata de un blanco prisma rematado por una gran balconada de hierro, sobre el que se eleva el campanario neobarroco, coronado por un afilado chapitel de azulejos, de reflejos cobrizos. El campanario aparece girado, en posición oblicua, con respecto al cuerpo principal, disposición que recuerda las torres cordobesas de San Lorenzo y San Andrés. En verdad, la torre de La Granjuela resulta insólita en este paisaje, por ser tan diferente a los modelos habituales en la sierra; pero no es un caso aislado, como más adelante se dirá.

En un lejano y ya amarillento artículo de prensa, el canónigo Manuel Nieto Cumplido destacaba de esta iglesia singular “los enormes arcos fajones de herradura apoyados en columnas y capiteles califales, en licencioso maridaje con el barroco de la portada y de la cúpula”. Efectivamente, si el viajero penetra en el interior del templo llaman su atención los arcos transversales de rojo ladrillo, sustentados por columnas adosadas y grandes capiteles inspirados en los llamados ‘de penca’, de época califal, que recuerdan a los que se ven en las ampliaciones que al-Hakam II y Almanzor llevaron a cabo en la Mezquita cordobesa. Con la modernidad arquitectónica del templo contrastan las formas clásicas del pequeño retablo instalado en el presbiterio, que suele presidir la imagen de la Virgen del Valle.

Sorprende encontrar abierta la parroquia un día laborable; y es que en su interior adoran al Santísimo esta mañana de julio unas discretas y afables monjitas de Fraternidad, establecidas en la cercana villa de Los Blázquez, desde donde proyectan su oración y su ayuda humanitaria a estos apartados pueblos.

Junto a la acogedora plaza principal, en la vertiente opuesta a la parroquia, se extiende una placita menor presidida por la casa consistorial. En el centro de este espacio se ultima la instalación de una robusta fuente circular de granito gris, piedra que hasta aquí llega como un eco de los Pedroches, donde es tan persistente. A la vera del Ayuntamiento, en terrenos procedentes de antiguos corrales, hoy en desuso, se ha creado un grato pasaje dedicado al poeta Campoamor, que discurre entre dos grandes arcos de ladrillo, con verjas siempre abiertas; adosados a los blancos muros, pilares de ladrillo sirven de soporte a los geranios, mientras que en el centro del pasaje proyecta su grata sombra una vieja y respetada morera.

Si al viajero le agradan la arquitectura y el sosegado ambiente de La Granjuela, puede prolongar su gozo asomándose a Valsequillo y Los Blázquez, dos pueblos cercanos que fueron también objeto de reconstrucción en la posguerra, lo que confiere rasgos comunes a sus parroquias, ayuntamientos y viviendas populares, obras de los arquitectos que en aquellos oscuros años trabajaron para Regiones Devastadas, Sánchez Puch, Rebollo Dicenta y Marchena, que dejaron su huella y su estética. Especialmente bellas son las torres parroquiales, que conjugan rasgos neobarrocos y musulmanes; la de Valsequillo, por ejemplo, evoca el alminar de una mezquita norteafricana.